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Cada semana llegan a mi bandeja mensajes de terapeutas que se sienten “estancados”. Saben escuchar, contener y aconsejar, pero algo sigue faltando cuando el trauma se hace presente.
Después de 25 años caminando entre el tambor, las constelaciones y la neurobiología del sistema nervioso, mi respuesta es clara: la sanación profunda ocurre cuando lo espiritual, lo relacional y lo corporal se dan la mano.
¿Por qué integrar técnicas chamánicas, trabajo sistémico y trabajo somático cuando quieres facilitar la sanación del trauma?
Hace apenas unas décadas nadie hablaba de trauma; hoy es una palabra que se pronuncia con tanta frecuencia que corre el riesgo de vaciarse de sentido. Sin embargo, el dolor que describe sigue vivo en los cuerpos y en los linajes de millones de personas.
Muchos terapeutas tradicionales – psicólogos, coaches, sanadores energéticos – dominan teorías y métodos valiosos, pero tropiezan con tres límites recurrentes:
Desconocimiento de la neurobiología del trauma. El trauma no es el suceso en sí, sino la huella que deja en un sistema nervioso incapaz de completar una respuesta de defensa. Sin comprender la teoría polivagal, la ventana de tolerancia o la importancia de la co-regulación, es fácil confundir “catarsis” con verdadera integración.
Falta de regulación encarnada. El facilitador transmite su estado interno al cliente a través de sus neuronas espejo. Si no sabe enraizarse y ajustar su propio tono vagal, el espacio terapéutico se vuelve inestable.
Mirada demasiado corta. Nuestra biografía empieza antes de nacer. La epigenética demuestra que los sobresaltos sufridos por nuestros ancestros modifican la expresión genética de las generaciones siguientes. Y, para muchas tradiciones espirituales, incluso las experiencias de otras vidas laten en la memoria del alma.
Para sanar de verdad necesitamos un mapa más amplio y herramientas que aborden la experiencia humana en sus tres dimensiones esenciales: lo sagrado, lo relacional y lo corporal. Ahí aparece la alianza entre lo chamánico, lo sistémico y lo somático.
Cuando estos tres lenguajes se hablan en la misma sesión ocurre algo poderoso:
El símbolo aterriza en la piel, el cuerpo descansa y la familia del alma vuelve a respirar junta.
Técnicas chamánicas
Acceso directo al mundo simbólico y trans-personal. Recuperación de “poder” y fragmentos de alma; diálogo con aliados espirituales.
Viaje con tambor, canto medicina, extracción de energías densas, ritual de ofrenda.
Trabajo sistémico
Ampliación del foco más allá del individuo. Orden, pertenencia y jerarquía dentro del clan; resonancia con campos mórficos.
Constelaciones, esculturas familiares, movimientos y rituales que devuelven a cada ancestro su lugar.
Trabajo somático
Regulación bottom-up del sistema nervioso. Descarga de la energía de supervivencia atrapada y ampliación de la ventana de tolerancia.
Orienting, pendulación, temblores neurogénicos, respiración vagal, micro-pausas de integración.
En un mundo digital y urgente, el cuerpo anhela experiencias que impliquen todos los sentidos; la psique necesita “finales” claros para poder archivar el pasado sin sobresalto; y el alma busca reencontrar el misterio en comunidad. El ritual satisface esas tres necesidades a la vez:
La repetición consciente enseña al cerebro límbico que “esto ya ha cambiado”.
La presencia de testigos libera oxitocina y ancla la nueva narrativa en la tribu.
El gesto simbólico (ofrecer, quemar, enterrar, untar) traduce lo invisible en algo que las manos pueden tocar y los ojos contemplar.
Sin ceremonia la toma de conciencia se queda flotando. Con ceremonia desciende al día a día y se vuelve camino.
“No eres el origen del problema, pero sí puedes ser el punto final.”
La ciencia ya documenta la herencia transgeneracional del estrés: bebés de madres supervivientes del 11-S y de descendientes del Holocausto muestran marcadores epigenéticos alterados. Las tradiciones chamánicas hablan de “espíritus familiares” o “cargas del clan” para describir la misma realidad desde otra puerta.
Sumemos a eso las experiencias que la conciencia guarda de encarnaciones previas, y el resultado es un mosaico de influencias que rara vez cabe en una historia clínica convencional. El facilitador que domina la mirada sistémico-chamánica puede ver ese tapiz y, sobre todo, ayudar al cliente a devolver lo que no le pertenece.
El facilitador regulado: tu presencia es la primera medicina
La herramienta más potente que vas a poner al servicio de quienes acompañes no es el tambor ni el conocimiento sistémico, sino tu propio estado nervioso. Para sostener viajes de alta intensidad emocional necesitas:
Práctica corporal diaria: shaking, yoga, caminatas conscientes.
Higiene energética: sahumerios, baños de sal, dieta informativa.
Supervisión y trabajo personal continuos: no llevarás a nadie donde no hayas estado.
Durante casi un año te sumerges en un itinerario vivencial que intercala teoría y práctica, retiros presenciales y laboratorios online. Cada módulo profundiza en uno de los tres pilares mientras refuerza los otros dos:
Neurobiología del trauma y somática – Tu base de seguridad.
Cosmovisión y técnicas chamánicas – Puertas al mundo espiritual.
Trabajo sistémico y constelaciones – El clan como recurso.
Psicotraumatología avanzada – Distinguir crisis espiritual de desbordamiento traumático.
Ética, límites y post-cuidado – El contenedor que lo hace todo posible.
Prácticas supervisadas – Sesiones reales con feedback experto.
Ritual de iniciación – Cierre con propósito y comunidad.
Horas totales: 150 + vivenciales | Formato: presencial y/o online
Dale un “sí” si…
Te llama el tambor y también el estudio riguroso.
Quieres habitar tu cuerpo a la vez que honrar lo sagrado.
Estás dispuest@ a mirar tu sombra antes de guiar a otros.
Di “no, gracias” si…
Buscas un título rápido para añadirlo al CV.
Prefieres teorizar antes que practicar.
No sientes curiosidad por la dimensión espiritual de la vida.
Vinimos a ser humanos y a tejer, desde la carne, un puente con lo invisible.
Integrar técnicas chamánicas, trabajo sistémico y trabajo somático devuelve al proceso de sanación su forma original: un círculo donde el cuerpo se siente seguro, la familia del alma recupera el orden y el espíritu guía el próximo paso.
Si resuenas con esta visión, la formación de 10 meses está abierta. Tal vez tu historia, tu linaje y tu alma estén pidiendo justo esto: convertir tu propio viaje de sanación en un fuego que ilumine el camino de otros.
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(o envía un mensaje privado con la palabra “ALMA” y te responderemos en menos de 24 h).
Me despierto y escucho las mismas quejas una y otra vez el cuerpo va a cien o se queda sin gasolina eso que los expertos llaman desregulación del sistema nervioso autónomo y que yo traduzco como vivir con el acelerador clavado o con el motor ahogado.
¿De dónde viene este desajuste? Cuando una experiencia nos sacude con más fuerza de la que podemos digerir la energía que debería ayudarnos a defendernos se queda atrapada y nuestro organismo olvida cómo bajar marchas con suavidad.
Modo rojo. Ansiedad, taquicardia, insomnio
Modo gris. Cansancio, neblina mental, aislamiento
y la versión montaña rusa que combina ambos como una verbena sin cierre.
La buena noticia, tenemos herramientas exprés para reequilibrar la centralita, orientar la vista a algo neutro o agradable, sentir el peso de los pies empujando ligera la tierra, exhalar en seis u ocho segundos como si apagara velas, evocar un recuerdo que caliente el pecho y sobre todo permitir temblores bostezos y suspiros que son el lenguaje de descarga favorito del sistema nervioso.
El mensaje final que lanzo desde estas líneas es sencillo tu sistema nervioso no está roto solo necesita recordar cómo volver a su rango natural de movimiento con pequeñas dosis de atención sensorial y apoyo adecuado, la calma deja de ser una promesa y se convierte en un hábito accesible para todos
Compártelo con quien viva en rojo o en gris y quizá mañana despertemos todos en un saludable tono verde
Es el “modo avión” de la mente y del cuerpo. Cuando algo nos supera—un trauma, un estrés muy intenso, o una emoción que parece imposible de manejar—el sistema nervioso corta conexiones para protegernos. Esa desconexión puede sentirse de varias maneras:
Desconexión del cuerpo: “Estoy viendo todo como si no fuera mío”, “No siento las piernas”, “Mi cara se mueve sola y casi no la noto”.
Desconexión de las emociones: lo que debería doler o alegrar se vuelve plano, como si las sensaciones estuvieran apagadas detrás de un vidrio.
Desconexión de la memoria o del tiempo: lagunas, momentos que se borran, o la sensación de que la escena sucede en cámara lenta/lejana.
Piensa en disociar como bajar la persiana para que no entre un sol abrasador. Funciona a corto plazo, pero si la persiana se queda siempre abajo perdemos color, calor y presencia.
Por qué sucede
Respuesta biológica automática: el nervio vago dorsal “desenchufa” partes del sistema para evitar sobrecarga.
Falta de recursos internos/externos: sin sensación de seguridad o apoyo, el cuerpo opta por la congelación.
Habituación: si la disociación fue útil en la infancia o en episodios traumáticos, el cerebro la guarda como atajo preferido.
Claves para volver
Micro-sensaciones seguras (tocar una textura agradable, sentir la respiración en la punta de la nariz).
Orientación suave (mover la cabeza y notar colores, sonidos, olores reales del entorno).
Co-regulación (mirar a los ojos a alguien de confianza, sentir su mano, escuchar su voz).
Movimiento dosificado (empujar una pared, balancear el cuerpo) para “volver” al músculo y a la piel.
Acompañamiento profesional si hay trauma complejo, lagunas graves de memoria o episodios frecuentes: un terapeuta con enfoque somático o de trauma guiará la salida sin forzar.
En resumen, la disociación no es locura ni falla moral: es un mecanismo de seguridad que se quedó encendido. Con pequeñas dosis de presencia corporal, apoyo adecuado y paciencia, la persiana puede subir de nuevo para que la vida entre con su luz completa.
Había una vez un tambor que no era un instrumento común: era un ser vivo, un corazón ancestral tejido con corteza y piel. Su sonido no salía de mis manos, sino que me entraba por el pecho, animándome a vibrar en su pulso primitivo.
Durante años, me cobijé en el eco de su misterio desde la distancia. Lo observaba y temblaba de respeto: ¿cómo resistir la llamada de un portal que invita a agitar las aguas más hondas de tu ser? El tambor no se toca: se te toca a ti.
Cada vez que su sonajero de hueso se agitaba, podía ver filamentos de energía dormida: recuerdos ajenos, heridas olvidadas, anhelos silenciados. La vibración penetraba mis células y las hacía danzar, desatando nudos de miedo y desconfianza. Vi mi sombra transformarse en humo, viendo su danza en el borde del círculo.
El tambor indaga en la ciénaga del alma, donde el barro denso se mezcla con la luz tenue de los sueños. Al golpearlo, abría una grieta en la realidad y me lanzaba a un viaje interior: un sendero de niebla, donde susurraban voces de ancestros, sus ojos de lobo me guiaban, y los astros se inclinan para mostrarme su mapa secreto.
Durante mucho tiempo me resistí. El tambor es un espejo y un puente: refleja lo que temes y te lleva a mundos invisibles. Tenía miedo de desnudarme ante su canto. No me sentía preparada para sostener su poder, ni para cruzar ese umbral.
Hasta que un atardecer, entre el latido de un solo golpe, sentí un hálito familiar. Mi lobo interior, esa partícula de estrella y de tierra, me susurró al oído:
“Ha llegado el momento. Estás lista.”
Y al fin alargué la mano. Rocé su piel y sentí un pulso vivo:
—“Te ofrezco mi aliento, mi guía y mi sanación” —pareció decirme.
Desde ese día, tocar el tambor se convirtió en un honor sagrado. No solo para mí, sino para todos los que nos reunimos en el círculo: cada uno aportaba su latido, su sombra y su esperanza. El tambor canalizaba nuestro ritmo conjunto, tejía la red de nuestras almas y atraía la energía del cielo y de la tierra.
En esa ceremonia de luz y polvo, somos viajeros y sanadores. El tambor nos conduce a la caverna del alma; el tambor nos trae de vuelta, renovados, con el fuego encendido y el espíritu despierto.
Trabajar con el tambor es un pacto con la vida misma: consentir en el viaje, dejar que su pulso nos atraves e ilumine, y convertirnos, al fin, en portales vivientes de sanación.
Recuerdo aquella noche como un susurro de viento en la piel: la primera vez que sentí a nivel físico a mi animal guía, el lobo, llegó en forma de danza. Mis pies descalzos acariciaban la tierra mientras el tambor marcaba un pulso primigenio que despertaba algo antiguo en mi sangre.
Al principio, creí que era mi sombra la que se movía. Pero al girar, noté un centelleo en mis pupilas: de pronto, mis ojos veían como los suyos. El bosque se volvió nítido, cada hoja un abanico de matices, cada rama un poema de vida. Sentí un estremecimiento en el olfato: los aromas del musgo, de la corteza y de mi propia respiración se entrelazaban con un instinto sabio y ancestral.
Cada paso que daba era un eco de huellas salvajes. Mi cuerpo se abrió como una flor nocturna al viento, y mis huesos recordaron la gracia sigilosa de un lobo al acecho. El tambor no sólo latía en mis oídos: retumbaba en mi vientre, en mis caderas, en cada célula. Era su corazón resonando dentro del mío.
Y entonces sucedió: me convertí en el lobo. No fue un disfraz ni un sueño; fue una verdad encarnada. Sentí sus enseñanzas surcar mis venas: la valentía que brota en el silencio de la manada, la lealtad que nace de la mirada, la libertad que se halla en la confianza de tus pasos.
Cuando la música finalizó, abracé mi cuerpo humano. Pero ya no era la misma. Una parte de mí corría ahora bajo la luna, con la mirada aguda y el alma despierta. Aquella noche entendí que el lobo no era un espejo, sino un puente: un sendero hacia mi fuerza más pura, un canto ancestral que aún resuena en cada latido.
Si alguna vez sientes el llamado de tu animal de poder, déjate llevar por su ritmo. Baila hasta fundirte con su esencia. Y recuerda: en esa fusión, descubrirás tu verdadero poder.